Desde que somos pequeños nos han enseñado a intentar ser los mejores. Así, hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, lo único que debe importarnos es actuar de la mejor manera posible. Es el único y genuino camino hacia el éxito, nos dicen: pero cuidado, porque según demuestra un estudio realizado por la Universidad de Duke, ser una persona demasiado competente podría no ser tan bueno como parece.
La investigación, que ha sido desarrollada por la escuela de negocios de la universidad, sugería que la personas con un amplio autocontrol y una gran dedicación personal solían pagar, a la larga, un gran precio por sus cualidades. Es evidente, por otro lado, que este tipo de profesionales suelen conseguir sus objetivos con mayor facilidad, que logran mejores socios y que, al final, disfrutan de la merecida recompensa con glamour, rodeados de sus buenas amistades e invirtiendo sus altos honorarios; pero al día siguiente tienen que volver a la oficina y actuar como si nada hubiese ocurrido. Y no, no vuelven como el resto, a quienes parece que el fin de semana se les ha caído encima; sino con otro nuevo proyecto, otra nueva obligación y altas dosis de perfeccionismo.
Según cuenta Christy Zhou Koval, autora del estudio, la gente demasiado exigente termina agobiada por su propia competencia y sus propios atributos. Son personas de las que se espera mucho y en quienes confía la mayoría, y esto puede acabar quemando a cualquiera. La presión, dependiendo de las esferas, es un hándicap al que no todos se acostumbran.
Del mismo modo, la investigación demostraba que las personas más competentes no realizan sus trabajos con mayor facilidad, sino mejor; como ocurría en aquella frase de Bill Gates en la que decía que lo mejor del mundo es escoger a una persona vaga para hacer un trabajo complicado, pues es la única manera de encontrar un modo sencillo de llevarlo a cabo.
Sea como fuere, los beneficios de esta clase trabajadora son mucho mayores que sus desventajas; al menos para las empresas, que disfrutan de la cantidad de esfuerzo invertido, de su perseverancia y de su dinámica. Por eso, lo mejor sería premiar sus virtudes de una manera adecuada, intentando quitarles estrés y carga de trabajo. Al fin y al cabo, ellos nunca se negarán a cumplir con sus obligaciones, aunque vayan en contra de sus intereses; y los jefes de plantilla deberían celebrar este talento. Porque, si un periodista vale lo que valen sus fuentes, una empresa vale la alegría de sus empleados; y esto es algo que no puede pagarse con dinero. Ya saben… no del todo, al menos.
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