La semana pasada fui a comer una pizza con un hombre al que hacía tiempo que no veía. La factura fue baja; yo me hice cargo. Dos días después, encontré sobre el felpudo un pequeño sobre de color crema. Dentro había una hoja de papel doblada en la que me había escrito una breve nota diciendo cuánto había disfrutado de la ocasión.
Esta carta, que llegó junto a cuatro papeles de propaganda y un extracto de la cuenta bancaria, me alegró más allá de toda lógica. Estuve a punto de correr a coger un bolígrafo y escribirle una carta de agradecimiento por el detalle.
Los agradecimientos escritos a mano son tan eficaces para hacer que otras personas se sientan bien que resulta demencial que ya nadie los envíe. Creo que en el último año sólo he escrito uno –y fue para dar las gracias a mi suegra por el jamón que siempre nos manda por Navidad–. Si tuviera ordenador no creo que se lo hubiera escrito.
En la oficina, los agradecimientos por escrito tienen todavía más fuerza –y se usan aún menos–. Cada vez que un trabajador hace un esfuerzo especial, está haciendo el equivalente a comprar una pizza o regalar un jamón a su jefe. Pero no espera que se lo agradezcan –lo que está bien, ya que por lo general es algo que no sucede–.
A veces reciben un agradecimiento generalizado (“gracias a toda nuestra gente por su generosa dedicación durante 2010”, etcétera), pero este tipo de declaraciones de gratitud amplias y anodinas no tienen efecto alguno sobre la moral. Muy ocasionalmente, a los jefes se les ocurre soltar un “gracias” cara a cara (lo que está bien, pero cuyo efecto se pasa muy deprisa) o enviarlo por correo electrónico (mejor, ya que dura más tiempo, pero un tanto soso).
Alguien que conoce el poder de una nota de agradecimiento es Doug Conant, que dirige Campbell's Soup desde hace una década. En un reciente blog para Harvard Business Review asegura que todos los días dedica tiempo con un asistente a buscar en la compañía gente que merezca un reconocimiento, y entonces les escribe una carta. En los últimos diez años ha enviado 30.000 –más de diez diarias–.
Lo primero que pensé al leer esto es que este hombre es un genio. Lo segundo que se me vino a la cabeza es que es un idiota por haber revelado su secreto, y haber devaluado por lo tanto su divisa.
Sin embargo, conforme leía los efusivos comentarios dejados por sus empleados, comprendí que estaba muy equivocada. El agradecimiento por escrito parece ser una moneda que conserva su valor. Cada carta, por definición, está escrita de forma individualizada, por lo que no importa cuántas más halla. Y una vez recibida, se puede guardar en un cajón para leerla hasta que se caiga en pedazos.
La carta de agradecimiento no sólo es increíblemente eficaz, sino que no cuesta nada y no tiene efectos secundarios negativos. No desmotiva a otros –a no ser que los que la reciben tengan el mal gusto de enmarcarla y colocarla en sus mesas–. Con todo, el ratio del esfuerzo dedicado a escribir las misivas (muy bajo) frente al placer que se siente al recibirlas (extraordinariamente alto) debe convertirla en la técnica de motivación más extraordinaria que existe.
Pero si estas notas son tan motivadoras para el ser humano, ¿por qué es Conant un caso tan poco usual?
Parece haber tres motivos. Primero, los consejeros delegados piensan que su propia contribución es más valiosa que las de otros, y como nadie les ha escrito nunca cartas a mano, ellos tampoco redactan ninguna. Segundo, no están tan cerca del día a día de la empresa como para saber quién merece un agradecimiento, y tercero, han olvidado la extraña verdad humana que dice que prácticamente todo el mundo haría lo que fuera por una simple palmadita en la espalda.
En las escasas ocasiones en las que quieren dar las gracias, probablemente no cojan una pluma porque hayan olvidado cómo sostenerla o porque piensen que van a tardar demasiado tiempo.
He hecho la prueba. Hay que admitir que el comienzo fue lento, ya que tuve que hurgar en el armario de los artículos de papelería para dar con el equipo adecuado. Pero después de eso, no hubo nada que me detuviera. Cogí el bolígrafo y escribí: “Lucy, ¡qué columna tan inspirada! ¡Qué gran energía positiva! Gracias por compartirla”. Metí la nota en un sobre y escribí mi nombre en él. La letra es irregular por la falta de costumbre, pero legible. Tiempo total: 55 segundos.
1 comentario:
Me ha encantado el artículo, gran idea.
Gracias por su difusión.
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