Una de las 'serpientes' de este verano ha sido el proyecto europeo de 
acabar con el cambio de horario de invierno. El éxito de esta propuesta 
es proporcional a las consecuencias de una rancia cultura 'presentista' 
en el ámbito laboral. Los cambios deberían ser mucho más profundos. 
Millones de ciudadanos han dicho que ya no quieren 
seguir cambiando los relojes, y la Comisión Europea hará lo que 
piden"... Jean Claude Juncker, presidente de la CE, declaraba esto a 
finales de agosto, convertido en adalid del cambio de las actuales 
disposiciones sobre la hora de verano. 
Una
 consulta pública no vinculante en la que han participado 5 millones de 
europeos deja servido el debate, que promete ser largo, porque todo lo 
que tiene que ver con los horarios es materia de fácil enredo, sobre 
todo si se tiene en cuenta que el presentismo es un mal de muchas 
organizaciones en España, que favorecen la improductividad y permiten 
refugiarse en tareas rutinarias y fáciles que no aportan nada. El 
presentismo es un obstáculo para cualquier horario flexible o para la 
conciliación.
El binomio tiempo y trabajo
Numerosos
 estudios científicos sostienen que el cambio de hora puede tener 
efectos negativos para la salud, y otros tantos cuestionan las ventajas 
para el consumo energético, ya que lo que se pierde por un lado se gana 
por otro. Tampoco conviene olvidar el impacto en la jornada laboral. Ahí
 está la mayor fuente de polémica. El cambio horario influye en 
las sensaciones que nos provoca salir de casa de noche y llegar a la 
oficina cuando aún no ha amanecido, o en lo que supone 
disfrutar de más horas de luz al salir del trabajo. Pero también da pie 
para poner en cuestión ciertas costumbres de la gestión del tiempo, como
 es el descanso para la comida, con amplias diferencias entre el Norte y
 el Sur de Europa. Desde los países en los que casi nadie deja de 
trabajar para comer, pasando por aquellos en los que se acostumbra una 
pausa breve, hasta los que han institucionalizado la hora de la comida, 
con una duración mucho mayor. Todo esto influye en la extensión de las 
jornadas, en los horarios de salida y en la obsesión por quedarse en la 
oficina más de lo necesario. 
Sin ánimo de dar ideas, esto del 
cambio -o no cambio- de hora es una perita en dulce para cualquier 
gobierno que busque temas polémicos que se puedan estirar como el chicle
 sin necesidad de resolverlos definitivamente. 
Mentar los 
horarios implica prender una mecha interminable de teorías sobre los 
nuevos empleos, la conciliación, el teletrabajo, la organización del 
tiempo y toda una serie de revoluciones sociales y laborales que nunca 
se pondrán en marcha si no se producen cambios fundamentales y muy 
profundos.
Más allá del cambio de hora o de ajustar los horarios 
está la necesidad de abordar y solucionar el dilema que supone el hecho 
de que tendremos que trabajar más años, en un escenario profesional 
distinto en lo que se refiere a la relación entre empleados y 
empleadores, presidido por tendencias laborales que tienen que ver con 
los nómadas del conocimiento, la rotación en compañías o las diversas 
fórmulas de trabajo independiente; con sexagenarios y septuagenarios 
como inevitable solución a una generación de reemplazo que presenta un 
déficit de formación y cualificación, que no se ajusta a lo que exigen 
las empresas y los reclutadores.
Las organizaciones serán muy 
diversas, y en ellas trabajarán y convivirán profesionales de hasta 
cuatro generaciones diferentes, con cualidades y modelos de actividad 
distintos.
Salir a las seis
El Gobierno de
 Mariano Rajoy propuso en su día un pacto nacional por la conciliación y
 la racionalización de los horarios, con la idea central de que la 
jornada laboral terminara en España a las seis de la tarde.
Para 
lograr esta utopía habría que superar situaciones que afectan al 
equilibrio entre la vida profesional y personal; a la adaptación a 
nuevos modelos de trabajo y de carrera o a fórmulas de compensación y 
reconocimiento. Habrá que modificar las organizaciones para 
adaptar los servicios, los planes de promoción y funcionamiento a las 
necesidades de quienes puedan salir a las seis de la tarde. Y 
no todos podrán hacerlo, ya que determinados profesionales se verían 
obligados a adaptar sus tiempos a la población activa que sale de casa 
muy temprano y regresa a esa hora idílica de las seis de la tarde. Todo 
esto implica nuevos modelos de trabajo, menos horas en la oficina, y 
centrarse en la eficacia, siguiendo las fórmulas de la mentalidad start 
up. 
Un reclamo: trabajar menos
La 
mentalidad start up ha traído una concepción del trabajo que implica una
 gestión del tiempo diferente. Trabajar menos es ahora un reclamo que 
permite captar el talento necesario. Así se ve en nuevos tipos de 
empresas caracterizadas por la agilidad, los nuevos ritmos de trabajo, 
la flexibilidad, y una organización horizontal y colaborativa. Todo esto
 difiere del presentismo o de la multitarea inútil que no aporta valor. 
Pasar demasiado tiempo en la oficina y centrarse en el estar y no en el 
hacer influye negativamente en la creatividad y en la capacidad de 
innovación. Además, la productividad se logra con quien está 
verdaderamente enganchado, y pasar más horas de las necesarias en el 
trabajo no es precisamente un factor de motivación.
Cada vez más 
empresas desarrollan iniciativas que persiguen la felicidad laboral 
usando el tiempo como moneda de cambio para sus empleados, aunque cualquier
 iniciativa de autogestión del tiempo sólo puede aplicarse en 
determinadas funciones y sectores, sobre todo donde sea fácil establecer
 objetivos claros y sea posible medir los resultados, como es 
el caso de las empresas en las que se trabajan por proyectos. Algunas 
organizaciones tienden a mantener el sueldo de sus empleados aunque 
trabajen un día menos a la semana, con lo que logran un aumento notable 
en el equilibrio entre la vida personal y la profesional; una motivación
 más alta; un descenso del absentismo y un incremento de la puntualidad y
 de la creatividad. 
Un análisis de Randstad elaborado a partir de
 la Encuesta de Población Activa (EPA) revelaba esta semana que 727.100 
trabajadores en España (un 6,4% más que en 2017) quieren reducir su 
jornada laboral, con la correspondiente disminución de sus ingresos. 
Según un estudio del Melbourne Institute of Applied Economic and Social Research,  trabajar más de 25 horas a la semana afecta negativamente a los profesionales de más de 40 años.
 Y una investigación de Workmeter confirma que sólo pasamos 81 segundos 
trabajando en una misma actividad, y que destinamos un 14% de nuestra 
jornada a revisar el correo electrónico y un 61% a reuniones previsibles
 e inútiles. Y el informe anual Randstad Employer Brand Research 2018 
concluye que el equilibrio entre trabajo y vida personal es el segundo 
factor más importante para desarrollar la carrera en una u otra empresa,
 sólo superado por el salario.
IG Metall, el mayor sindicato de 
Alemania, consiguió que sus miembros trabajen 28 horas a la semana 
durante un máximo de dos años, normalmente cuando tienen niños pequeños.
 Y en Suecia se mantiene algún experimento que propugna una semana 
laboral de 30 horas que reduciría el absentismo -como en el caso de la 
firma de administración de propiedades Perpetual Mutual de Nueva 
Zelanda- e incrementaría la productividad y mejoraría la salud laboral.
 

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