lunes, 17 de septiembre de 2018

Por qué nos obsesionamos con los horarios

Una de las 'serpientes' de este verano ha sido el proyecto europeo de acabar con el cambio de horario de invierno. El éxito de esta propuesta es proporcional a las consecuencias de una rancia cultura 'presentista' en el ámbito laboral. Los cambios deberían ser mucho más profundos. 


Millones de ciudadanos han dicho que ya no quieren seguir cambiando los relojes, y la Comisión Europea hará lo que piden"... Jean Claude Juncker, presidente de la CE, declaraba esto a finales de agosto, convertido en adalid del cambio de las actuales disposiciones sobre la hora de verano.

Una consulta pública no vinculante en la que han participado 5 millones de europeos deja servido el debate, que promete ser largo, porque todo lo que tiene que ver con los horarios es materia de fácil enredo, sobre todo si se tiene en cuenta que el presentismo es un mal de muchas organizaciones en España, que favorecen la improductividad y permiten refugiarse en tareas rutinarias y fáciles que no aportan nada. El presentismo es un obstáculo para cualquier horario flexible o para la conciliación.

El binomio tiempo y trabajo

Numerosos estudios científicos sostienen que el cambio de hora puede tener efectos negativos para la salud, y otros tantos cuestionan las ventajas para el consumo energético, ya que lo que se pierde por un lado se gana por otro. Tampoco conviene olvidar el impacto en la jornada laboral. Ahí está la mayor fuente de polémica. El cambio horario influye en las sensaciones que nos provoca salir de casa de noche y llegar a la oficina cuando aún no ha amanecido, o en lo que supone disfrutar de más horas de luz al salir del trabajo. Pero también da pie para poner en cuestión ciertas costumbres de la gestión del tiempo, como es el descanso para la comida, con amplias diferencias entre el Norte y el Sur de Europa. Desde los países en los que casi nadie deja de trabajar para comer, pasando por aquellos en los que se acostumbra una pausa breve, hasta los que han institucionalizado la hora de la comida, con una duración mucho mayor. Todo esto influye en la extensión de las jornadas, en los horarios de salida y en la obsesión por quedarse en la oficina más de lo necesario. 

Sin ánimo de dar ideas, esto del cambio -o no cambio- de hora es una perita en dulce para cualquier gobierno que busque temas polémicos que se puedan estirar como el chicle sin necesidad de resolverlos definitivamente. 

Mentar los horarios implica prender una mecha interminable de teorías sobre los nuevos empleos, la conciliación, el teletrabajo, la organización del tiempo y toda una serie de revoluciones sociales y laborales que nunca se pondrán en marcha si no se producen cambios fundamentales y muy profundos.

Más allá del cambio de hora o de ajustar los horarios está la necesidad de abordar y solucionar el dilema que supone el hecho de que tendremos que trabajar más años, en un escenario profesional distinto en lo que se refiere a la relación entre empleados y empleadores, presidido por tendencias laborales que tienen que ver con los nómadas del conocimiento, la rotación en compañías o las diversas fórmulas de trabajo independiente; con sexagenarios y septuagenarios como inevitable solución a una generación de reemplazo que presenta un déficit de formación y cualificación, que no se ajusta a lo que exigen las empresas y los reclutadores.

Las organizaciones serán muy diversas, y en ellas trabajarán y convivirán profesionales de hasta cuatro generaciones diferentes, con cualidades y modelos de actividad distintos.

Salir a las seis

El Gobierno de Mariano Rajoy propuso en su día un pacto nacional por la conciliación y la racionalización de los horarios, con la idea central de que la jornada laboral terminara en España a las seis de la tarde.

Para lograr esta utopía habría que superar situaciones que afectan al equilibrio entre la vida profesional y personal; a la adaptación a nuevos modelos de trabajo y de carrera o a fórmulas de compensación y reconocimiento. Habrá que modificar las organizaciones para adaptar los servicios, los planes de promoción y funcionamiento a las necesidades de quienes puedan salir a las seis de la tarde. Y no todos podrán hacerlo, ya que determinados profesionales se verían obligados a adaptar sus tiempos a la población activa que sale de casa muy temprano y regresa a esa hora idílica de las seis de la tarde. Todo esto implica nuevos modelos de trabajo, menos horas en la oficina, y centrarse en la eficacia, siguiendo las fórmulas de la mentalidad start up.

Un reclamo: trabajar menos

La mentalidad start up ha traído una concepción del trabajo que implica una gestión del tiempo diferente. Trabajar menos es ahora un reclamo que permite captar el talento necesario. Así se ve en nuevos tipos de empresas caracterizadas por la agilidad, los nuevos ritmos de trabajo, la flexibilidad, y una organización horizontal y colaborativa. Todo esto difiere del presentismo o de la multitarea inútil que no aporta valor. Pasar demasiado tiempo en la oficina y centrarse en el estar y no en el hacer influye negativamente en la creatividad y en la capacidad de innovación. Además, la productividad se logra con quien está verdaderamente enganchado, y pasar más horas de las necesarias en el trabajo no es precisamente un factor de motivación.

Cada vez más empresas desarrollan iniciativas que persiguen la felicidad laboral usando el tiempo como moneda de cambio para sus empleados, aunque cualquier iniciativa de autogestión del tiempo sólo puede aplicarse en determinadas funciones y sectores, sobre todo donde sea fácil establecer objetivos claros y sea posible medir los resultados, como es el caso de las empresas en las que se trabajan por proyectos. Algunas organizaciones tienden a mantener el sueldo de sus empleados aunque trabajen un día menos a la semana, con lo que logran un aumento notable en el equilibrio entre la vida personal y la profesional; una motivación más alta; un descenso del absentismo y un incremento de la puntualidad y de la creatividad. 

Un análisis de Randstad elaborado a partir de la Encuesta de Población Activa (EPA) revelaba esta semana que 727.100 trabajadores en España (un 6,4% más que en 2017) quieren reducir su jornada laboral, con la correspondiente disminución de sus ingresos. 

Según un estudio del Melbourne Institute of Applied Economic and Social Research, trabajar más de 25 horas a la semana afecta negativamente a los profesionales de más de 40 años. Y una investigación de Workmeter confirma que sólo pasamos 81 segundos trabajando en una misma actividad, y que destinamos un 14% de nuestra jornada a revisar el correo electrónico y un 61% a reuniones previsibles e inútiles. Y el informe anual Randstad Employer Brand Research 2018 concluye que el equilibrio entre trabajo y vida personal es el segundo factor más importante para desarrollar la carrera en una u otra empresa, sólo superado por el salario.

IG Metall, el mayor sindicato de Alemania, consiguió que sus miembros trabajen 28 horas a la semana durante un máximo de dos años, normalmente cuando tienen niños pequeños. Y en Suecia se mantiene algún experimento que propugna una semana laboral de 30 horas que reduciría el absentismo -como en el caso de la firma de administración de propiedades Perpetual Mutual de Nueva Zelanda- e incrementaría la productividad y mejoraría la salud laboral.

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